jueves, julio 29, 2004

Ladran, Sancho...
¿tú gustas?
 

* Donde se hacen algunas curiosas reflexiones sobre periodismo cultural y otras mieses parecidas, además de relatar ciertas experiencias tanto de lectura como de pensera que, por ser esta una breve introducción, no sería dable reproducir en tan nimio espacio, amén de otros sabrosos asuntos que no por finales son menores, y una despedida que no es tal.

 

Cuando la Corte Virreinal de la Nueva España gobernaba las tierras mexicanas, una muy mala costumbre llegó a arraigarse como signo de pía voluntad y probada bonhomía: quemar libros lo mismo que gente. Mala lid. Seguramente muchos de esos textos merecían mejor suerte; ciertamente, aquella gente merecía un mejor final que terminar dorada.

A más de cuatrocientos años y muchas parrilladas de distancia, aquel abuso fogonero parece tan remoto como ardoroso a la memoria. Llega entonces el duende relacional de las ideas y propone una peculiar línea de contacto: escribir a fogonazos, pensar chamusquinas antorchado a un poste, tratar de comprenderse carne de gallina extracrujiente, pueden ser ideas extravagantes que, con todo y todo, quedan al dedillo y en palimpsesta armonía con ese oficio (que nunca Santo Oficio) mezcla de pensamenta y pirograbado que es el periodismo cultural.

¿Viene a cuento en realidad aquel asunto de las piras inquisitoriales? No mucho, en realidad. De ahí la nobleza de este oficio. Gusto vedado a una enorme cantidad de labores, en los terrenos policromos del periodismo cultural no solamente está permitido, sino que resulta sumamente conveniente, darse a la jugosa tarea de juntar peras con manzanas.

Pienso, habría que aclarar, en el periodismo cultural como obra de creación (que no como pieza de museo). Triste, equivocadamente, pervive la idea frecuente de entender este género como escaparate de eventos culturales o pizarra de ajustes existenciales. Es verdad, estas pueden ser algunas de sus posibilidades prácticas pero, habría que precisar, nunca su función principal.

Entonces uno se pregunta ¿qué es, para qué diablos sirve el periodismo cultural? La respuesta, extensa y variopinta como su propio objeto en cuestión, nos pondría en un dilema cercano a la paradoja aquella de realizar un mapa en escala 1 x 1: un inacabable y siempre inexacto palimpsesto tautológico, como una tronadora e infinita pasta de hojaldre.

Así y todo, pudieran funcionar algunas propuestas sobre los objetos de uso, finalidades, texturas y móviles de tan peculiar ejercicio creativo. El periodismo cultural puede (podría) ser, a saber:

- Obra de creación.
- Labor de orfebres.
- Función de saltimbanquis.
- Introyección filosófica.
- Piedra de afilar. (y/o cuchillito de palo, y/o piedrita en el zapato).
- Juego de espejos.
- Pozo sin fondo.
- Drama de cine de los años 50's.
- Academia de mimos. (Del tipo Marcel Marceau, no del arquetipo Mi mamá me mima).
- Silbido inter-ingesta de pinole (que sí se puede).
- Cuña que apriete, luego del mismo palo.
- Salto sin paracaídas (cfr. V. Huidobro)
- Llamado especular del tipo "¿Tons qué? Presta pandar iguales".
- Etcétera pormenorizado y puntos suspensiempres.

Pero además, ya en serio...

Se me ocurre que este género peculiar ante una comunidad determinada debería ser un ente reactivo, lo mismo espejo que removedor de conciencias o máquina de movimiento perpetuo: no se trata solamente de dar cuenta del quehacer cultural sino, en la medida de lo posible, ser motor (o cuando menos bujía) de esa maquinaria. Pienso, por ejemplo, en las reseñas/críticas/invenciones sobre cine en la pluma de Guillermo Cabrera Infante, donde la palabra/taumaturgia del cubano terminó, en muchos de los casos, sobreponiendo la tinta al celuloide. Pienso también en las hermosas construcciones textuales de Luis Cardoza y Aragón, sustanciosos objetos de lectura por sí mismos, más allá (o antes) de sus referentes circunstanciales.

En todo caso, hablamos de una casa con muchas ventanas. Nuestra misión, si decidimos aceptarla, es entrar en ella, ya de manera discreta o haciendo gran escándalo, pero siempre hasta la cocina. Se trata de infiltrarse, desovillar el tejido fino de los avatares culturales e intentar dar un sentido reconocible, una forma de interpretación que permita hacer texturas más o menos razonadas y sacar conclusiones más o menos sustentables.

Y hablamos sobre todo de un asunto de equilibrio (de ahí su vocación circense):

Equilibrio, para mantenerse al tanto, para seguirle el paso a la actividad circundante, para tener muchos ojos, más oídos y muchas más intuiciones sin caer en el vértigo de la inmediatez: hay que tomarlo todo (todo lo que nos interese, desde luego), establecer un relacionario con sentido y pasarlo todo por el filtro de las manos, que son la tinta y luego la lectura.

Todo esto, además, sin ceder al impulso fácil de informar y punto, de decir por decir o anunciar maquinalmente. En este sentido, el periodismo cultural parece estar llamado, además de su natural vocación informativa, a ser un espacio en el que la creación se confunda con la argumentación de tal forma que, al final, la propia actividad periodística pueda ser considerada como una vertiente más de ese medio cultural que pretende retratar.

 
Viene luego un asunto de catalejos: alcances, miras y perspectivas. Como una terca humedad, la inmediatez (luego la prisa) parecen colarse con facilidad por las rendijas de este quehacer de locos acelerados: el oteo en corto, el miedo a la vastedad o, peor aún, la modestia de miras, pueden hacer descender a esta actividad de vocación alpina, desde su labor de altos vuelos, a un rango volátil mermado o francamente terminar en avechucho alicaído.

Vaya: si se va declinando la mira, esto es, la intención de alcance, fácilmente puede terminarse con la desgracia de haberse disparado en un pie. De ahí lo recomendable de no usar armas. De ahí también la conveniencia de hacer periodismo consistente, apetecible y duradero.

Y algunas ideas sueltas

* De vocación refleja, el periodismo culturar debería además funcionar como un termómetro que diera cuenta no sólo del estado general de un momento cultural, sino de la visión que éste tiene acerca de sí mismo.

* Aquí uno de los espantos cruciales de esta actividad: la prisa, ese acelere programado que como amenaza constante se presenta pisando los talones, amenazando con el desfase, urgiendo al pensamiento y a los dedos (esa decimalia de amanuenses bailaores) con su implacable tic tac.

* En este periodismo, (el periodismo periódico, el que te pisa los talones) uno vive con el alma hecha nudo en la garganta, entre el ansia y el temor del siguiente texto, intuyendo nuevos acercamientos, azusando a quien se deje, inventando los acentos en actividades y fenómenos que con tozuda frecuencia se resisten como piedras lisas a convertirse en asideros argumentales.

* El temor fundado: conviertirse en vocero informativo, en merolico de boletines o franco letrero de aviso oportuno.

* Una veta anchurosa y muchas veces cercana al abismo: la reflexión sesuda, la intromisión que pondera hacia el yo observo, la autoconciencia puesta en el mercado de las ideas. Quiero con ella, pero con tiento. 

* ¿Otro peligro? Hablar como si se tuviera a la verdad secuestrada. No hay lector que pague ese rescate.

Total: en la Nueva España se quemaba a las personas por tener libros quemables. En el periodismo cultural se quema uno las pestañas tratando de evitar, en la medida de la tinta, terminar quemado, aun cuando se viva en permanente estado de fogonazo. Y aún así resulta ser un deporte tan vasto, un ejercicio tan de locos y adictivo que sigue uno ahí, trata ta traca al teclado y a las claves de ese ritmito tan cercano al calipso: periodismo cultural, qué rico mambo, hágase la luz, dos vueltas a la derecha, pasa por mi casa, cate de mi corazón. Creo que me explico.

 
Una despedida que no es tal

Por causas de fuerza telúrica, por cumplida conciencia de ser tizón vallenato, por imantación noreste, porque el círculo es redondo como el retorno y la contraluz heliotrópica que gira con el día, porque ya es hora y no hay pero que valga, mudo mis arreos a la fórnica Xicalli. Así y todo, sigo en este espacio entintado, que para eso son las adicciones.

Nos vemos a la menor provocación.

Gracias.

 

 

 

 

 

martes, julio 27, 2004

EL SUFRIDO OFICIO DE LA CRÍTICA 

Toda sentencia es un riesgo.
Toda afirmación es una apuesta.
Hacer de lo anterior un oficio, por supuesto, es cosa de locos.
 
Sin embargo, se trata de una locura necesaria. Desde que la literatura existe, y sabemos que existe con el hombre, desde el principio del hombre, la crítica ha representado siempre su contraparte, su complemento natural en tanto juicio de sentido, criterio que pondera.
Trasladémonos noventa siglos a la era inocente anterior a la rueda. Mano que sueña es un joven ingenioso que pasa los días (cuando va de pesca, cuando danza por las noches, cuando diariamente inventa el fuego) imaginando historias, nombrando a las cosas por sus sonidos y sus formas. Mirada justiciera, por su parte, es dentro del grupo quien nunca está de acuerdo, quien todo cuestiona, quien siempre se revela.
Podemos imaginar a Mano que sueña invirtiendo varias lunas en pintar con óxido ferroso la reseña precisa de la cacería del mastodonte o la narración emocionada de la primera experiencia de la carne, todo para que al final Mirada Justiciera ponga en práctica su nombre y, armado de algún yerbajo colorante, acabe de un brochazo con lo cuaternarios sueños del protopoeta. Por supuesto, la tribu toda los coloca como victimario y víctima.
De esta forma nació, o bien pudo haber nacido, el sufrido oficio de la crítica.
A muchas lunas de distancia, quizá el concepto que se tiene de quien a estas labores se dedica haya ganado en precisión, en riqueza de la expresión, o en formas de manifestación, pero en lo general sigue traduciéndose, equívoca y frecuentemente, como signo de malignidad o cuando menos malaleche. La crítica a la crítica literaria es generalmente más fiera, más enconada y severa que la crítica misma. Ya lo expresó alguna vez Juan Domingo Argüelles: “Contra los críticos es imposible no acertar un golpe: incluso sin apuntar se da en el blanco” (Alforja, Revista de Poesía, IX, p. 31).
Sin embargo, entendemos hoy que la forma de plantear (y ejercitar) el oficio del criterio es distinto al que se tenía hace cinco mil, o quinientos, o cincuenta años.
Hoy el crítico no es, no debe ser, aquél inquisidor que convertía todo lo que pasaba por sus manos en carne de tormento, o peor aún, aquél otro que vivía de la lisonja al escritor amigo o al conveniente aliado.
A la fecha la crítica se ha convertido, en buena medida, en el parámetro principal para el ejercicio de la creación, ya sea en sentido positivo (continuación de lo tradicional) o negativo (rompimiento consciente). “Nuestra única Idea —escribió Octavio Paz refiriéndose a los tiempos modernos— en el sentido recto de este vocablo, es la crítica.” (Apariencia Desnuda, ERA, 1990, p. 88). Hablamos, por supuesto, de la crítica entendida como ejercicio de la razón, como puesta en marcha de los juicios de valor que aplicamos todos a la hora de considerar un texto. Al final, la crítica reconocida, publicada y difundida, tiene el mismo sustrato (acaso con un poco más de especialización, ciertamente con más riesgos) que el natural uso de los juicios particulares: se trata del interminable arte de ponderar.
Estudio, pues, reflexión y análisis, son las claves que sustentan el ejercicio formal del criterio en nuestros días, más allá de la crítica impresionista, por otra parte sabrosísima e indispensable. Mientras mayor preparación, más lecturas y más frecuente ejercicio de la pluma (hoy teclado), mayores serán las probabilidades de encontrar una crítica certera si no es que justa, en todo caso valiosa.
Pero no nos equivoquemos. Esencialmente falible, la crítica puede errar sus tiros y, al ser pública, está imposibilitada para que estos fallos sean discretos. Cuando un estudioso de la literatura emite una opinión a juicio de muchos equivocada, la caída es inevitable y los dedos que acusan aparecen de inmediato, generalmente entre carcajadas.
He ahí el riesgo de la crítica; he ahí lo emocionante de la crítica.
Es así, luego de este larguísimo proemio, que llegamos a su motivo principal. Se trata de la más reciente aventura editorial de Humberto Félix Berumen, crítico por convicción y quizá un poco por manía.
En el volumen que lleva por título Texturas, nos encontramos con un ejercicio del criterio que intenta, a diferencia del inexcusable Mirada Justiciera, llegar al concienzudo desciframiento e interpretación de los textos, más allá de la sentencia admonitoria.
Haciendo a un lado la crítica impresionista, ajenos al comentario apresurado, cada uno de los artículos y ensayos que integran Texturas busca desentrañar (hurgar dentro de las entrañas) algún secreto oculto, alguna clave inexplorada de las obras a que se dedica.
Por supuesto, con la natural carga subjetiva que da alma y color a las reflexiones (bagaje que por otra parte llevó al autor a seleccionar precisamente esos textos), el pequeño libro intenta hacer una exposición crítica, basada en la aplicación de juicios particulares de valor en cuanto a forma, sentido e intención de los textos.
Es por eso que se trata de un libro de crítica. Si pudiéramos colocar una pregunta a la respuesta que este libro nos presenta, encontraríamos sin duda un agudísimo cómo. Cómo es que estos textos fueron urdidos. Cómo es que nos dicen eso que dicen. Cómo es que funcionan hacia adentro y cómo son posibles hacia afuera.
En este sentido, el pequeño libro se propone una nada menuda misión: intenta revelar los secretos de la fragua.
Como un niño, observador minucioso que todo lo busca, que todo lo interroga, que todo lo destripa y recompone hasta encontrar el último de sus secretos, el autor nos lleva a su viaje por los engranajes, por los conductos interiores, por los andamios que entrecruzan las construcciones que se ha dado a la aventura de explorar.
Texturas, sin duda un título justo para representarnos el carácter de entramado, de texto textil como él mismo hace mención en alguno de sus apartados, representa precisamente eso, el ejercicio de deshilado, de análisis que busca las fibras más ocultas, que encuentra el extremo escondido del hilo en el tejido, para seguirlo hasta su nacimiento y exponer las claves de su hechura.
Tramar, urdir, conspirar. Sinonimias que revelan en buena medida el carácter y la intención de la obra del crítico. Esta última, conspirar, en su sentido más puro, coaligarse con el lector para exponer una postura interpretativa, una forma particular de entender al texto.
Nos encontramos ante una crítica entendida no como juicio categórico, como afirmación preceptiva, sino como exposición de partes, como descripción del fenómeno particular de la lengua. De esta forma, el crítico se convierte en pontífice, cauce por el que tienen contacto el autor primero de la obra y su lector último, que en todo caso es el único.
Es la crítica no de la confrontación, sino de la coincidencia.
Al final, por supuesto, sólo experimentando las varias Texturas es que nos encontramos con los móviles últimos del autor. La final asimilación de la crítica como elemento indispensable de la literatura, tal vez se base en la natural identificación con el que expone los juicios, ya sea de forma coincidente o como criterio que difiere. Crítica y literatura tienen al final el mismo fundamento, que es la puesta en juego de motivos, y en ese sentido todos, autores, lectores y críticos, participamos en la misma partida.
Quizá el final encanto de la crítica, el guiño que nos haga cómplices de sus descubrimientos, sea su natural empeño por ponerle voces a ese cuaternario Mirada Justiciera que todos llevamos dentro.

Humberto Félix Berumen. Texturas. Ensayos y artículos sobre Baja California, UABC-Plaza y Valdés, México, 2001, 152 pp.
EL SALTO INFINITO DE LA TERCERA CUERDA

Primera caída
 
¿Qué pasó con el cine de luchadores?
Luego de la aparición del Santo, allá por la década de los cuarenta, se produjo en México un fenómeno que hasta el día de hoy sigue fascinando a multitudes de fanáticos, sesudos antropólogos, ávidos empresarios y variados incalificables por igual.
La lucha libre es un símbolo, una representación parodiada de la realidad, un escaparate de pasiones que llena plazas frenéticas, bolsillos empresariales, análisis sociológicos y emocionados recuerdos por igual.
Se trata de un fenómeno social rico, embrujador y necesario (léase necesarios leones coliséicos, enervantes mundiales necesarios) que en una forma u otra ha acompañado al hombre desde que éste se considera como tal.
La lucha del universo, variante o recreación de las infinitas batallas cotidianas, hombre contra hombre, sexo contra sexo, cielo contra infierno, presta su polaridad elemental para presentar el juego de la pugna metódica, del enfrentamiento sistemático.
Evidencia y representación, la lucha libre es emblema, signo del desencuentro de los contrastes, voz de las guerras particulares hecha máscara y mechón, lance, llave y contrallave existencial o física, anímica o farandulera. En todo caso, cabe preguntar, ¿puede ser la lucha algo más que un encuentro de gladiadores iridiscentes?
*
Una curva que parece infinita, desde el espacio remoto de la tercera cuerda, hasta el corazón mismo del ensillado expectante.
*
El suspiro de una mujer que se estremece al contemplar impotente la frustración de su hijo, ferviente seguidor del bando técnico.
*
El misterio imposible de una máscara que posee los secretos del tiempo y la sabiduría, luego de cincuenta años de prodigiosa juventud.
*
Un intoxicante baño de sudor exasperado.
*
La batalla eterna entre el enemigo atroz que todo lo retuerce con sus argucias y malas artes, y el sacrificio infinito del héroe mítico que a fuerza de valor conquista el cetro de la hazaña perdurable.
*
La Némesis de los dioses.
*
El árbol de la sabiduría.

Figuras como Blue Demon, Black Shadow, o el Cavernario Galindo, amén, por supuesto, del inmemorial Enmascarado de Plata, vinieron a dar forma, color, pasión y nueva vida a un espectáculo que había permanecido en el filo del clandestinaje, en el mismo peldaño que las funciones de carpa y los cinematógrafos ambulatorios.
Con la generación de los genios, el espectáculo de la lucha se convirtió en vitrina de todas las destrezas sobrehumanas, escenario de la nueva épica nacional, expresión poderosa de un pueblo ansioso de volar más allá de la ideal tercera cuerda.
El cuadrilátero se volvió signo y contenido, reflejo y promesa, y a todos dejó maravillados.
Fue así que surgió el cine de luchadores.
Se trata de un cine irrepetible, esencialmente no sujeto a la continuación formal. Todo intento, toda propuesta creativa que intente repetir el fenómeno-símbolo de las producciones luchísticas, se verá condenado, por pura pretensión, a la comparación castigadora.
Sería como escupir al cielo.

Segunda caída

Entonces llegó la lucha.
Ya se tenían referencias suficientes a la epopeya en el cine, desde las figuras míticas de caballeros andantes y héroes mitológicos (el Mío Cid, Jasón y los Argonautas, la poderosa figura de Charlton Heston dividiendo al mar rojo), hasta paladines menos divinales como el Llanero Solitario, Tarzán o Robin Hood.
Esto en cuanto referencias al cine hollywoodense. Nacionalmente, por supuesto, los héroes resultaron ser un imprescindible, más allá de los acartonados paladines de la broncínea historia nacional, o los héroes campiranos de las películas anteriores a la década de los sesenta. Entre semblanzas de caudillos irreales y excesos de nacionalismo exaltado, México necesitaba héroes de verdad, emblemas auténticos, y el cuadrilátero resultó veta perfecta.
Fue así que el campo de la lucha libre, ya con un espacio bien definido en el gusto de la conciencia nacional, encontró terreno fértil en la extraviada industria fílmica, aún no convencida de aceptar el fin de su llamada “Epoca de oro”.
Así los luchadores fueron, naturalmente, los héroes de la pantalla, en todo caso precursores de una serie nueva de míticos (místicos) superhombres, misteriosos (reminiscencia de la máscara) y físicamente superdotados.
Sin embargo, mientras Kalimán o Zobek fueron imposibles lejanos, El Santo o Blue Demon resultaron ser imposibles cotidianos, probables (fantasmagorías incluidas), reconocibles en la pantalla y corroborables en el cuadrilátero.
Contraparte de las fuerzas del mal, el Enmascarado de Plata se dio a la tarea de hacer frente a las pesadillas terribles del imaginario de su tiempo. Así, luchar contra momias, demonios, vampiros y hechiceros lo hizo más cercano, más afín con los miedos de la primera fila, clasemedieros enterados de la mano peluda y temerosos de la llorona.
Blue Demon, por su parte, conservó de su demoníaca denominación el enigma, solamente, y pasó a formar parte del selecto grupo de superhéroes nacionales en lucha permanente con las fuerzas del mal. (En todo caso figuras paralelas a Batman, Superman o El Fantasma, superhéroes de la imaginería estadounidense).
En este contexto aparecen películas como “La furia del Ring” (1961), “Blue Demon vs. Cerebros infernales” (1966) o “El Santo y Blue Demon contra los Monstruos” (1969), primera película en la que comparten crédito Blue Demon y el Enmascarado de Plata, mancuerna que se perduraría a lo largo de la carrera fílmica de ambos luchadores.
A la par del éxito de esta pareja explosiva, aparece como figura cinematográfica Mil Máscaras, con su inolvidable trilogía de películas en las que es interpretado por David Silva, y acompañado por la entrañable figura de la Tonina Jackson (su padre, en la película), el querido (y no menos temido) Baby Face del cuadrilátero.
Nuevo prodigio, nuevo encanto del género, el público pudo ver maravillado la transformación de un más bien rollizo David Silva en un musculoso gladiador del cuadrilátero, por el solo uso (mágico, sin duda) de la máscara, fabricada seguramente por los mismos taumaturgos responsables de la guitarra orquestal de Pedro Infante.
Enmarcando, por supuesto, a la central figura de los héroes, se pudo ver un desfile de figuras que, en su tiempo, llegaron a representar lo más granado de la cinematografía nacional. El ya citado David Silva, Jaime Fernández, David Reynoso, Agustín Martínez Solares, las exuberantes hermanas Velásquez (no emparentadas, por cierto, con el glorioso Murciélago Velásquez) o las jovencitas Regina Torné y Ana Martin.
Con escenas increíbles de acción, grandes efectos especiales, uso de impensados escenarios futuristas (cómo olvidar la guarida del Santo, especie de bati-cueva a la mexicana, computadoras de foquitos intermitentes incluidas) y bandas sonoras igualmente memorables (considerando, por supuesto, el uso de doblajes para los protagonistas, siempre con un viril y embriagador timbre, o los prodigiosos efectos de sonido, como el imperecedero sonido-silbido-melodía-ulular, tan propio de estas aventuras, señal inequívoca de la presencia de entidades malignas), el imaginario creado para estas cintas llegó a establecerse como el escenario ideal para todas película de terror y/o acción (mexicanas) que se dignaran a llevar ese nombre.
Salvo sutiles detalles como el brutal desfase entre voces y gesticulaciones, lo acartonado (léase cartonado, hecho de cartón) de los escenarios, lo incongruente de las secuencias, el hecho insignificante de que el sonido-fantasmagoría era evidentemente producido por un serrucho ondulante, o las infames actuaciones, el resto de las películas fue minuciosamente cuidado hasta en sus últimos detalles.
Al final, probablemente, fue ése precisamente su encanto. Una industria cinematográfica en busca de sí misma, un pueblo ansioso de caudillos y aún con la mirada fílmicamente inocente, además, por supuesto, del encanto natural de los figurones luchísticos de su tiempo, hicieron de éste un cine esencialmente irrepetible.
Se trata de un cine terriblemente malo, prodigiosamente absurdo e inevitablemente encantador, apasionante y casi adictivo, que por efectos de no sabemos qué fenómenos brujos, llegó a convertirse en hito necesario, referencia imprescindible en la historia de la filmografía nacional. Nada más.

Tercera caída

Blue Demon, golpeado y arrinconado por las momias después de dos horas (tiempo-ficción cinematográfica) de infructuosa lucha, ve llegar su hora final. Inesperadamente, y por afortunada casualidad, pasa por ahí Santo, amigo inefable, acostumbrada capa bermellón, en su flamante Karmann Ghia, quien al ver la escena, no duda en detener su marcha para, hermoso gesto de camaradería, hacer uso de la pistola mata-momias que (como de costumbre), lleva oculta debajo de su asiento. Flamígero ataque, y por esta ocasión la malignidad es derrotada. No más efectos de serrucho.