viernes, septiembre 03, 2004

Dalí, cierto tigre falso y Arquímedes
(entre otras maravillas inconexas)


Entonces me di cuenta: había un tigre persiguiéndome. Hace ya un mes que me encuentro en tierras cachanillas, y el muy fiera no ha dejado de rondarme desde que, allá por la rumorosa, di vuelta (devorando kilometraje en mi poderoso bólido del color de la noche) en aquella piedra enorme que divide la apacible, caótica vida mediterránea y el ámbito volcánico del valle.



No he tenido el gusto de encontrarlo por acá. Afortunadamente, tuvimos la oportunidad de encontrarnos en Tijuana unos cuantos días antes de mi éxodo.

Verse de frente con el señor de los portentosos, ridículos bigotes, parece una experiencia poco probable por estas tierras. Encontrárselo, además, con su cara más antigua, más viajada en el tiempo y las inclemencias de los años, deviene rubor. A un lado del título pomposo y evidente La divina comedia de Dalí resulta contrastante y medialuna. Se trata de una serie de trabajos que el buen señor se inventó para sumergirnos en el viaje de Dante a través de los vericuetos de sus masallás.

Salpicada, salpimentada aquí y allá por la irrenunciable parafernalia de Doré, la exposición fluctúa, entiendo yo, entre dos polos que, en respuesta natural a su memorable afirmación “El surrealismo soy yo”, resultan ser tres: por una parte, el ansia persistente de narrar, de continuar los plumazos del florentino, sintetizando en instantáneas garabáticas el camino pedregoso a través de los contrastados estados de las almas. Viene luego la alegoría, la reformulación en términos menos narrativos y más emblemáticos; estampas que, más que relatar, describen ciertas impresiones, idealizan determinados momentos en calidad de proyección interior. Finalmente, la rienda suelta del artista: el genio del ingenio utilizando La Comedia como mero pretexto, como un trámite elegido para hablar con su voz de niño terrible, de anciano prematuro.

Y es que Dalí nació caduco. Se inventó, nos inventó sus mundos, con el fin único de terminar (desde el principio) en estado de descomposición. Quizá otra forma de molestar tanto a sus adeptos como a sus detractores (que con frecuencia asombrosa resultaban ser los mismos), el buzo-estercolero-relojista-megalomaniaco-catalán fraguó descomponerse en un hedor que al día de hoy nos sigue enviciando.**



Rectifico: no se trata de un tigre, pues resulta que en tierras cachanillas estos animales hermosos (que tienen tanto de brahmán y pesadilla) no parecen darse ni en maceta indostánica. Para mayor detalle, dos excepciones que no lo son: por una parte, los nómadas circenses que, de tanto saltar aros de fuego, tienen tatemada la conciencia; por otra parte, creo recordar de mi niñez más atónita, algún gato grande comiendo engrudo en el Bosque de la Ciudad: de tigre, por supuesto, le quedaban solamente algunas rayas confundidas con su jaula/hostal, rugiendo entre mapaches y osos que tampoco lo eran.



Han terminado las Olimpiadas. Por fin. Como en Casa tomada, aquel cuento inquietante y claustrofóbico de Cortázar, durante un mes tuvimos todos (supongo que todos) la extraña sensación de ver invadidos uno a uno nuestros espacios de vida, de trabajo, de realidad, por fantasmas atléticos con locas ansias de heroísmo y comentaristas ávidos de encontrar la verdad de la vida en un par de calcetas usadas.

Y no me refiero, permítaseme, a la comunidad gorda y persistente de cronistas, comediantes, niñas bien y demás incordios que durante estos días estuvieron repitiendo una y otra vez estadísticas, chismorreos varios, notas informativas, capsulitas helénicas y consumismos varios por televisión. No. Esa fauna sólo hace su chamba (misma que todos pagamos).

Hablo (escribo) del gentío abrazador y abrasador de comentaristas, expertos en la materia, apostadores, fisgones, tentenelaires y demás dechados que durante un mes estuvieron, en su calidad de enjambre, zumbándonos entre ceja y oreja, a la hora del desayuno, a la hora de las compras, en plena calle, a la menor provocación, insistiendo una y otra vez con asuntos de altura, de fuerza y de velocidad que poco tienen que ver con ese suceso transitorio y permanente que es el día a día.

¿Lo irónico? Yo fui uno de ellos. Argumenté sobre asuntos que desconozco, aposté (cuando menos mentalmente) por héroes que sé voy a olvidar pronto, recusé reglas que me son ajenas, comenté sobre vidas que no me competen. Fui parte del gran fisgón.

¿Está bien, está mal? No lo sé. Celebro, en todo caso, la vuelta a la normalidad. La vida retoma sus cauces, y el mundo sigue girando.



Estoy convencido: no puede tratarse de un tigre. Difícilmente un animal de esas dimensiones (anatómicas, arquetípicas, ficcionales) podría haberme estado acosando todos estos días sin ser visto: zarpándome al abrir la puerta del auto, rugiendo al salir de casa, haciendo ochos en el espacio diminuto del baño, tomando por asalto la voluntad en cada alto. Alguna raya, el caracoleo de su cola, sus fauces de mordisco, el salto de su sombra: alto tendría que haber visto.



Un reencuentro feliz: retomo apenas la vida de todos los días, esa mezcla sana y efervescente de mundanal ruido y excursión en solitario, cuando entre tanto bagaje por acomodar, tanto horario por cuadrar y tanto félido por ser esquivado, aparecen de la nada y rumbo al todo, cinco tipos tanto más excéntricos como argentinos. Se hacen llamar Les Luthiers. Quien los conozca, sabe a quiénes me refiero; quien no, no.

Excéntricos, dije, y no puedo imaginar un adjetivo mejor: qué más alejado del centro, ese punto impreciso a la mitad de algo, que la memorable Cantata de la planificación familiar, el Vals del Segundo, o aquella aleccionadora reconstrucción de cierto conocido Teorema (especialmente entre quienes, estoy seguro que los hay, aman profundamente las inextricables leyes de la física y sus calculados avatares) acuñado por Arquímedes y acompañado por cuarteto de cuerdas y orador solista:

El físico Arquímedes en la bañera. La mente alerta, el físico desnudo, o sea, Arquímedes. Desde un principio persiguió un fin, el principio… de Arquímedes. Hasta que al fin, eureka, ha descubierto el principio, por fin. “Cuando un cuerpo se sumerge en un líquido en equilibrio, cuando ya todo es igual para él, recibe un empuje de abajo hacia arriba, ¿para ayudarlo? ¡oh, no!; el empuje es la resultante de la presión que el líquido ejerce sin piedad igual y directamente opuesta al peso del volumen del líquido desalojado por el cuerpo sumergido, oprimido, empujado…”. Y el físico Arquímedes, el que dijera “dadme un punto de apoyo y moveré al mundo”, exclama ahora “dadme un toallón y saldré de la bañera”.

El punto es claro: Les luthiers, agrupación argentina de músicos, poetas y locos, están lejos, muy lejos del centro.



¿Cómo reconquistar una ciudad con un falso tigre acechando? Este peculiar problema, quizá cercanísimo y consuetudinario para Alejandro de Macedonia, resulta en estas latitudes y a estas fechas un asunto harto gordiano.

Mexicali, luego de un mes de cohabitación con la fiera aquella, parece todavía ruborizado, temerosos de mostrar sus bondades de tierra prometida, sus brazos abiertos de gente y solaire, sus pasos cercanos de complicidad a toda prueba. O quizá no. Quizá este tiempo fuera haya sido precisamente eso, un tiempo fuera. El caso es que la ciudad sigue ahí, lista para ser respirada, y presiento que se trata de un respiro afortunado.

La ciudad está formada por puntos y aparte, por capas de polvo reciente, por rostros que sé, estoy seguro, he visto en otra parte. En todo caso, Mexicali se asemeja cada vez más a sí misma. En fin. Mejor en principio.

En tanto termino de hacer tierra, seguiré investigando el asunto del falso tigre. Creo que me estoy aproximando. Presiento su vaho cercano.



¿Es esta una declaración intimista? Evidentemente.