miércoles, noviembre 19, 2008

...que la pintura


Apuntes sobre Mi padre, de Gustavo Siono

Frecuentemente, la palabra fatal es utilizada inopinadamente en lugar del término letal. En todo caso, lo primero, inevitable, refiere cierta condición peculiar de lo segundo, mortífero: así, los términos se relacionan y dialogan entre sí por el carácter ineluctable de sus condiciones: lo mortífero es una fatalidad, y no hay idea que represente mejor lo fatal que la muerte.
Cuando nos encontramos con Mi padre, proyecto arte-instalación de Gustavo Siono, es el aire de fatalidad lo que vuelve aquella muestra inquietante. Más allá del discurso pictórico, más allá de la dramatización inherente a su condición de instalación (cuando así ha sido presentada), pervive la sensación de fatalidad: Mi padre es un encuentro con lo ineludible, y sus imágenes construyen su discurso alrededor de la imposibilidad de la evasión: el registro deviene implacable y su imaginario va y viene (negocia, media) de lo expresivo a lo documental.
En la diversidad de registros de la exposición (que, ya lo diremos, es en realidad tres exposiciones), el nivel narrativo juega un papel preponderante.
La sintaxis intercambiable de la serie (siete obras pictóricas) se resuelve en un solo hecho consumado, necesario y cierto desde el primer momento: “El último rostro de mi padre” es la consumación del trayecto trazado a manera de catarsis o confrontación para y con la muerte: al centro, en medio de un golpe de textura ominosamente blanco, se hace un rostro que es una caída: detrás, a la derecha, el recorrido hacia el abismo es profundidad y luego nada: un abismo como inminencia.
En el camino de la imagen, la degradación se convierte en hilo conductor y conflicto, y aquella muerte deviene resolución necesaria (Clave: lo fatal de lo letal). De alguna forma, esa última imagen restituye el estado de las cosas y perfila el fundamento mismo de la muestra: después de la vida, sólo queda la creación.

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El sentido de las imágenes se encuentra más allá de la pintura, detrás de ella. El impacto primero, seguramente el más cierto, está relacionado con el reconocimiento de la condición dolorosamente humana de la situación/locación propuesta a manera de espacio fatal: el acceso a Mi Padre es una invitación al ámbito de lo irremediable y, paradójicamente, a su posible resolución en lo pictórico.

Del ámbito al objeto
Originalmente, la intención de la muestra fue recrear un escenario, una situación que convirtiera por la presencia el motivo irreductible de la ausencia: al centro, una cama vacía era el hilo conductor y la provocación de un silencio escandaloso. En sus dos escenarios originales (Festivales Sol y Vértice, mayo y junio de 2008), el lugar preponderante de “Sólo faltas tú”, arte instalación, funcionaba como centro y clave de lectura para las imágenes pictóricas que rondaban (narraban) las condiciones (convalecencias) de aquel espacio lleno-de-vacío.
Al pasar de la instalación a la exhibición (actualmente en el vestíbulo de la Escuela de Artes de la UABC), el sentido de la muestra pierde gran parte de su fuerza. El sentido de unidad que originalmente tuvo —ese que uno sentía vulnerar al penetrar en el íntimo ámbito de la agonía— queda trocado por la conciencia esquiva de la fragmentación.
Sin embargo, es ese mismo suceso —la ruptura del espacio íntimo— la que permite replantear el peso específico, individual de cada pieza (suma de singularidades), que se veía fatalmente condicionado a la demasía funcional de la instalación original. Ante este nuevo escenario, la obra gana en forma y el discurso se desplaza hacia lo expresivo individual.

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En el nuevo formato de la muestra, el módulo central (“Sólo faltas tú”) en el que antes hubo una cama, un tanque de oxígeno, implementos de atención médica, un crucifijo, pero sobre todo aquella ausencia, se vio desplazado por la impúdica profanidad de una televisión —21 pulgadas, pantalla plana, cables amarillo, rojo y blanco conectados al reproductor de discos— de modo que la lectura total cambió considerablemente de sentido.
Por una parte, la ausencia de la ausencia resulta flagrante. Aquella cama vacía representaba para el espectador el reto a sortear —¿el factor de riesgo?— al enfrentarse con el suceso/retroceso de convalecencia y muerte.
Por otra parte, la función específica del registro videográfico, la gestación y construcción misma del proyecto, confiere (restituye) a las imágenes su carácter de construcciones pictóricas; una vez que la textura o el color son observador como actos específicos de creación en proceso, las piezas cobran un sentido decididamente objetual. Vaya: a fuerza de nombrar con las manos la textura sobre la tela, uno se ve obligado a observarla nombrada en la pieza ya resuelta. El resultado: una redefinición estética del color y los materiales. La expresión toma sustancia física, y llega entonces la observación. El aporte principal: la impudicia mórbida del backstage: en la pantalla, vemos al artista trabajando, las manos empastadas, los trazos modelados a golpes de pintura. Las imágenes en movimiento son una arqueología de la gestión entre artista, color, tela y textura. El contraste nombrado (flagrante) en su entorno de pintura y convalecencia y color y silencio y expresión y muerte y vida. ¿Ruptura? No: ventana.

CODA

Este último párrafo lo iba yo a dedicar a la que, sin duda, es la mejor resuelta de las piezas. Lleva por título “Triste agonía”, y no escribiré nada al respecto: ahí está la imagen. Gustavo Siono ha descubierto que la pintura.




** La exposición Mi padre, se exhibe actualmente en el vestíbulo de la Escuela de Artes de la UABC.